10. La presentación


El relato de su generoso amor por mí, que desde luego no merezco, cambia mi afecto por esta sensible joven, que tiene el evocador nombre de Alicia. Ya no la encuentro fea, ni torpe; no veo su rostro sino su alma, y me parece hermosa. Me gustaría hacérselo saber, pero temo que pueda cambiar de opinión cuando vuelvan mis remordimientos por mi imperdonable traición. Solo si me libro de ellos podría incluso corresponder a su amor por mí. Pero no puedo olvidarme de que no debo hacerme la ilusión de gozar de los placeres de la vida, porque antes de que mis sentimientos pueda ser libres de amar a quien lo desee, habré muerto. Alicia no merece este castigo.

Es hora de acudir al lugar de la presentación. Mi agente me ha llamado al móvil, está preocupado por mi estado de ánimo, pero le tranquilizo, me siento con fuerzas para afrontar la presentación. Incluso la historia de esta joven me ha sugerido nuevos argumentos para defender la literatura que surge de lo más profundo de los sentimientos y condenar la banal y entretenida.

Tal como lo esperaba la sala está a rebosar de público. La mayoría permanecen de pie porque no hay suficientes sillas para todos. No hay duda de que conocen la noticia de mi diagnóstico. Mi agente me espera en una sala contigua para ponerme al corriente de los asistentes más prominentes. Han venido los directores de varias revistas literarias, y la mayoría de los periodistas de las secciones de cultura de los periódicos. Deben estar interesados en el relato del escritor que muere no por el que escribe. Alicia me ha acompañado hasta aquí, pero se ha confundido con el público y la he perdido de vista. El moderador y otros invitados ya están en la tribuna. Cuando aparezco en la sala se escucha un murmullo delatador. Varios fotógrafos toman instantáneas del panel, pero sobre todo dirigen sus cámaras hacia mí. Deben pensar que estas serán las últimas fotografías que me tomarán.

El moderador me introduce y hace una breve síntesis de la novela que voy a presentar. Ha llegado el momento de mi intervención. Busco a Alicia entre la multitud, y la descubro en un extremo de la sala, apoyada sobre una columna. Ella ha sentido mi mirada y me sonríe. Quiere darme ánimos; su sonrisa me facilita el comienzo de mi intervención.

—Buenas tardes. Antes de nada quiero darles las gracias a todos ustedes por asistir a la presentación de mi última novela. Me siento culpable de disponer de este confortable sillón cuando la mayoría de ustedes tienen que estar de pie. De haber sabido que vendrían tantos hubiéramos celebrado esta presentación en el Estadio Olímpico —ríen mi broma, pero estoy seguro que la mayoría no esperaban que dadas las circunstancias, todavía tenga sentido del humor—.Supongo que todos ustedes han leído las críticas de mi nueva novela. La mayoría son favorables, pero no todas. ¡Me olvidé de enviar el cheque a dos o tres críticos! También supongo que ya deben saber la noticia de mi diagnóstico. Sí, me quedan pocos meses de vida, y no es como para tomárselo a broma, pero mi salud no mejorará si me lo tomo en serio —me interrumpe un gran murmullo, pero ruego silencio—. Supe el diagnóstico ayer, y por culpa de la filtración no he podido ampliar la prima de mi seguro de vida. Lo siento por mi gata, que es la beneficiaria del seguro, porque como ustedes deben saber, no tengo descendencia. Aprecio mucho a mi gata, porque es a la única que entiendo. ¡A los humanos hace años que he renunciado a entenderlos! Pero supongo que no han venido para que les hable de mi buen entendimiento con mi gata, sino de mi última novela. Aunque pueda sorprenderles, esta novela y las anteriores no hubiera podido escribirlas sin mi gata. Ella me ha enseñado a aceptar quien me alimenta sin perder mi dignidad. También me ha enseñado que siempre hay un momento para jugar. ¡A pesar de mi avanzada edad no he dejado nunca de jugar! Para mí escribir es un juego, pero un juego serio. Para jugar es necesario conocer solo estas tres reglas básicas: tener una buena técnica, tener un estilo propio y una sólida motivación. Quien conoce bien estas tres reglas tiene todas las de ganar.

Hoy los escritores tenemos un sólida formación, y sabemos distinguir un pretérito perfecto de un pluscuamperfecto, no cometemos faltas de ortografía y sabemos dónde poner una coma o punto y coma. Al fin y al cabo, solo son reglas que hay que memorizar, por tanto la gran mayoría tenemos una buena técnica.

Pero cuando hablamos de estilo no todos entienden cuál es su significado y como se valora, aunque los críticos se empeñen en encasillarnos con tal o cual corriente, porque el estilo no tiene reglas, sino que depende de nuestra sensibilidad y el valor que damos a las palabras. Cada palabra, además de un significado, tiene un tono y debe unirse a otras palabras perfectamente afinadas, lo que no es corriente en la literatura actual, prevalece el significado y no la entonación.

Y si hablamos de motivación, por lo general lo asociamos con remuneración, y no con un compromiso con los valores de nuestro tiempo, que deben reflejarse de alguna manera en los argumentos de lo que escribimos.

Los artistas también pagamos alquiler; para hacienda somos uno más y en los supermercados no nos dan crédito, si no pagamos no comemos. Por eso el escritor debe estar remunerado. Pero esta no debe de ser la motivación. Y esa es la enfermedad incurable del arte, porque lo que es patrimonio de espíritu se transforma en un producto del mercado; lo que no debe tener precio se convierte en un valor contable; lo que debe ilustrar se convierte en algo para entretener. Finalmente el espíritu no tiene con qué ejercitarse y se atrofia por inactividad y el resultado es que perdemos la sensibilidad para distinguir lo bello de lo feo; lo bueno de lo malo; lo trascendente de lo intrascendente. Y ese es el deplorable estado en que se encuentras hoy en día la literatura, prácticamente a nivel global, porque la insensibilidad por el arte también se ha globalizado. Toda la responsabilidad de esta situación recae en un cincuenta por ciento de los lectores y otro cincuenta de los autores, porque cada lector tiene el autor que se merece, y cada escritor tiene los lectores que se merece.

Sobre esta última novela, no voy a desvelar el argumento, solo avanzarles que se trata del drama de dos escritores, ella es poeta y el es narrador, a quienes les une la literatura, pero les separan las palabras. Entendemos a las personas que imaginamos, pero no a las reales que amamos.

Para finalizar quiero contarles una emotiva historia que ilustra mejor que ningún complicado argumento lo que es y para qué sirve la Literatura.

La historia que deseo contarles es la de una joven escritora de provincias, que se considera a sí misma fea y torpe, a quien todos rechazaban, y que aprendió a amar con generosidad a través de los personajes de sus novelas. Esta joven no escribe para conseguir fama y dinero, sino para sentirse amada, aunque sus amantes sean de ficción. Pero su extraordinaria humanidad y generosidad ha tenido su recompensa, y el amado protagonista de su ficción se ha hecho realidad.

No obstante, pese a su felicidad pasajera, la historia no tiene un final feliz, porque el personaje real morirá pocos meses después, y esta joven escritora de provincias, que como he dicho, se considera a sí misma fea y torpe, volverá a recurrir al poder de sugestión de la literatura para conservarlo en su memoria y mantener siempre viva la llama de su amor. —intento ver cuál es la reacción de Alicia a mi mención, pero ya no está junto a la columna. ¡Ha desaparecido! Tal vez la he ofendido, pero tengo que continuar—. Y es de este extraordinario poder de la literatura del que deseaba hablarles en esta presentación. Poder que solo tiene la literatura que surge de la inspiración y que moldea una creativa imaginación. No puede haber nada más obsceno que una literatura embrutecida, sin inspiración y sin alma. Miles de palabras juntas sin armonía ni humanidad, que nos cuentan historias banales, deshumanizadas, sin otra finalidad que la de entretener nuestro hastío y distraernos de nuestras preocupaciones. Me asusta la muerte, como a cualquier ser humano, pero a cambio me ha dado algo que no hubiera tenido sin su terrible amenaza: ¡libertad! Ahora puedo decir lo que pienso sin temor a las consecuencias, y pienso que la novela que les presento hoy aquí no la he escrito yo, sino que la ha escrito la demanda del mercado, como prácticamente todas las demás novelas que se publican en la actualidad. Solo esa joven escritora provinciana, fea y torpe, y tal vez miles más tan provincianas, feas y torpes como ella, a las que nadie les prestará atención, escriben sus novelas para ellas mismas, según le dictaba su corazón y su mente, porque simplemente lo necesitan. La Literatura, escrita con mayúsculas, es una necesidad, no un pasatiempo; no solo entretiene, sino que enseña; no solo calma, sino que cura; no solo se lee, sino que se vive. Si volviera a nacer me gustaría que fuera en un mundo donde se pudiese sobrevivir sin las leyes del mercado; y donde todos fuéramos provincianos, feos y torpes.

No tengo más que añadir, pero responderé gustoso a sus preguntas, siempre que no sean demasiado personales.

Varias manos se han alzado pidiendo turno para sus preguntas. Respondo la de un periodista:

—Lamento lo de su enfermedad, pero me gustaría saber cómo piensa usted pasar sus últimos días.

Respondo sin titubear:

—Meditando sobre la muerte.

La siguiente pregunta es de una mujer que debe tener mi misma edad:

—¿Qué es lo que ha deseado pero no ha conseguido realizar?

—¡Entender el mundo en que vivimos!

La tercera pregunta me ha causado una inexplicable emoción. Es de la joven Noemí, con la que intercambié varios mensajes. La pregunta me desconcierta, para la que no tengo una respuesta preparada.

—¿Lamenta usted no haber formado una familia, y tal vez haber tenido uno o varios hijos, y que ahora cuidarían de usted?

Presiento que su pregunta encierra algún oculto sentido. ¿Qué puedo responder? Es demasiado tarde para lamentos.

—Tu pregunta es demasiado personal y ya he advertido que no respondería a esas preguntas.

La joven parece muy contrariada, y no quiere renunciar. Insiste.

—¿Qué o quién le ha inspirado esta novela y cuál ha sido su motivación?

No he meditado mi respuesta, ha surgido directamente de mi subconsciente, donde debía estar desde hace muchos años:

—Todos los escritores tenemos un conflicto emocional entre lo que creamos y dónde nos inspiramos. Por lo general hacemos que nuestra imaginación haga realidad lo que no es posible en la vida real. Yo me he inspirado en una persona real a la que no entiendo. En cuanto a mi motivación, es precisamente tratar de entenderla

La joven parece satisfecha con mi respuesta y no insiste.

Aplauden mi intervención, pero solo los más jóvenes parecen haber entendido mi mensaje. La utopía no tiene más de veinte años.

El dolor vuelve con severa intensidad. Ruego al moderador que dé por concluida la presentación. Los asistentes parecen comprender las razones y la sala se está quedando vacía.

Alicia se ha reunido conmigo. Había salido precipitadamente de la sala para que no la vieran llorar. Tal vez yo me excediera y debí ser menos dramático. Mi agente me comunica que fuera de la sala nos espera una multitud para que firme ejemplares. No puedo negarme. La mayoría me muestra su tristeza por mi enfermedad con alguna palabra de consuelo. No sé cuántos libros he firmado pero estoy agotado. Ruego a Alicia que deje que me apoye en su hombro y volvemos a la sala para recoger nuestros abrigos.

Siento que el dolor nubla mi vista y estoy tan débil que si no me apoyara en ella ya me habría desplomado. En este deplorable estado no soy capaz de reconocer a la joven Noemí, que permanece es su asiento, porque me está esperando. Mi agente ha hablado con ella y me trasmite su deseo de hablar conmigo, pero no le ha revelado el motivo. Pero no me encuentro con el estado de ánimo como para mantener charlas sobre literatura con mis admiradoras. Le pido que se excuse, y que se comunique conmigo por correo.

Mi agente le comunica mi mensaje, pero la joven insiste en hablar conmigo. No es sobre literatura, al parecer es algo personal. Alicia me ayuda a acomodarme en un sillón de la sala contigua, y parece que el dolor remite. Le pido a mi agente que llame a la joven. ¡Confío en que no se trate de otro amor platónico!

Comentarios