4. Una muerte digna
He desechado toda esperanza. Sé que voy a morir, pero en contra de mi voluntad. No puedo aceptar que la naturaleza decida por mí. Tengo que anticiparme a sus ciegos impulsos; a su destrucción irracional. Solo yo puedo decidir cuándo y cómo debo morir. Es un pensamiento que me horroriza, pero tal vez deba poner yo mismo fin a mi vida. ¿Suicidarme? ¿Sería capaz de hacerlo? Pero ¿cómo? No quiero tener una muerte violenta. ¿Recurriendo a los sedantes? Pero, sabiendo mi situación ningún médico me los recetaría. Nunca pensé que fuera tan difícil atentar contra la propia vida. Envidio a los que tienen la fortuna de morir durante el sueño, porque la mayor dificultad de un suicida es tomar la última decisión de su vida, porque no es posible rectificar. Tal vez podría recurrir a la eutanasia, pero no quiero morir donde la ley lo permite, ni que mi muerte sea un intercambio comercial. Desearía morir junto al mar, al atardecer de un crepúsculo otoñal, para llevarme su belleza a la eternidad. ¿No se cumplen los deseos de un moribundo? ¿Por qué no pueden cumplirse los míos?
Pero estoy hablando de mí; planeando mi muerte por mis propias manos y por mi voluntad. Pretendo ser yo mismo el homicida que destruya todo cuanto he creado; acabar con el fruto de mis ilusiones juveniles, mis ambiciones consumadas tras muchos años de soledad y tristeza, con mis gratos recuerdos. Al menos si me mata la naturaleza yo no seré responsable de este homicidio. No, no puedo atentar contra mí mismo. Ningún árbol destruiría sus propios frutos.
Pero si no tengo el valor suficiente para atentar contra mi cuerpo, tengo que acallar mi conciencia, limitar los lúgubres pensamientos y cerrar los ojos de la imaginación, la única responsable de mis sufrimientos, porque no sufrimos si no imaginamos. ¿Entonces, tengo que dejar que esta terrible enfermedad siga su curso? ¿Cómo soportaré esta larga agonía? ¿Con qué estímulo contaré? No me puedo imaginar esperar impasible la muerte postrado en la cama de un hospital, con la mente aturdida por los analgésicos y la vista nublada, tontamente fija en algún punto de la habitación. No, esa no es una forma digna de morir. Debe de haber otra forma más humana y menos dolorosa. Puede que la única forma digna de morir sea en aquel lugar que llames tu hogar, y estar junto a quién sienta verdadero afecto por ti; que puedas estrechar su mano hasta que en el último suspiro se pierda su contacto, porque es a través de las manos como las almas se comunican y expresan sus deseos y sentimientos, de esta manera te puedes llevar su afecto y su sonrisa a la eternidad, aunque mis ojos ya no vean, mis oídos ya no escuchen y mi cuerpo ya no sienta nada. ¡Esa es la única forma digna de morir!
Una sabia reflexión pero inútil, porque yo no tengo un hogar ni nadie que sienta tanto afecto por mí. Este apartamento no es un hogar, porque falta lo esencial: una mujer. Solo es un lugar de residencia; un confortable refugio; el espacio adecuado para un escritor; una jaula dorada donde dejar libre la imaginación. Solo una mujer puede convertir la sala de espera de una estación en un hogar, porque ella es el hogar. Está entre su brazos, en su seno, en su energía femenina. El hogar está en el lecho donde yace una mujer.
En cuanto a alguien que sienta por mí tanto afecto como para velar mi agonía y estrechar la débil mano de un moribundo, lamentablemente hace muchos años que no sé nada de ella. Fue mi primer y único amor, la persona que estimuló mi imaginación y mi creatividad. A ella le debo lo que soy y los recuerdos que han inspirados la mayoría de mis novelas. Pero por entonces mi ciega ambición era más fuerte que mis sentimientos. Nos unió y nos separó nuestra pasión por la literatura. Los dos teníamos confianza en nuestro talento y no teníamos la menor duda sobre nuestros futuros éxitos. Nuestra relación le inspiró sus mejores poemas, por lo que yo me sentía halagado y transportado a otro mundo, pero la providencia le tenía reservado un doloroso destino.
También fue fruto de nuestra relación el argumento de mi primera novela: la historia de una poetisa fracasada que describe en su último poema su suicidio. ¡Una amarga paradoja del destino! Ella me ayudó a corregir mis notables defectos literarios de principiante, incluso mecanografió el manuscrito y me sugirió que lo enviase a un conocido concurso literario para principiantes. Compartía mis ilusiones y mis ambiciones con generosidad y sin la menor sombra de envidia. Se entregó por entero a esta labor, que finalmente dio sus inesperados frutos: ¡Gané el primer premio! Lo que siguió después es la causa de mis remordimientos y que nunca podré perdonarme.
Una reconocida agente literaria se interesó por mí, y me aseguró que tenía un gran talento literario y que en uno o dos años haría de mi el escritor más leído y admirado de aquella época. Yo me sentí profundamente halagado y acepté su apuesta. Ella me sugirió el tema de mi segunda novela: una historia romántica con final feliz, y yo no tuve dificultad en imaginar el argumento, tan solo tenía que añadir algunas escenas nuevas a mis propias vivencias personales. En esta segunda novela fue ella quien revisó y corrigió los numerosos defectos de estilo y errores gramaticales del primer manuscrito. Solíamos trabajar en su propia casa, en un ambiente de intimidad y familiaridad, creado para seducirme y hacerme caer literalmente en sus brazos. No solo había visto en mí un escritor con talento, sino también un amante.
Desgraciadamente para mi fiel compañera, mi agente era una mujer con el atractivo de las mujeres maduras todavía bellas, con un espíritu joven y una gran experiencia en las artes de la seducción, por lo que fue imposible resistirme. En poco tiempo consiguió dominar completamente mi voluntad. Pasaba los días en un frenético programa de promoción de mi novela que apenas me permitía dedicar unos minutos al recuerdo de otra mujer que debía sufrir en silencio cada vez que mi imagen, con una sonrisa estudiada de triunfador prepotente, aparecía en algún medio de comunicación. Los pocos momentos que no dedicaba a mi promoción tenía que ocuparlos en satisfacer sus deseos, siempre insatisfechos, no como mi agente sino como mi amante.
Aunque había momentos en que era consciente de mi desleal comportamiento, no pude renunciar a la vanidosa sensación de estar por encima de la gente común; de dominar sus voluntades, convirtiéndolos en aduladores y en mis admiradores. Desde entonces no ha habido paz para mi espíritu y no he conocido ni la verdadera amistad ni mucho menos, el apasionado sentimiento del amor. Ahora ya es demasiado tarde, porque tanto la amistad como el amor son como una bella planta, necesita tiempo para florecer.
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