13. El arrepentimiento






Hay un silencio sepulcral. Noto en las expresiones de mi agente y de Alicia un velado reproche. Noemí parece agotada, indecisa, espera mi reacción. Ahora debería de darle una justificación sobre mi comportamiento, pero no tengo ninguna y ella debe de saberlo. No espero su perdón, pero al menos no vivirá engañada. Debe saber quién es su padre, y si a pesar de todo cree que merece su afecto y su comprensión.

—No, querida Noemí, no tengo ninguna justificación. ¡Tu padre es un canalla! —Alicia quiere protestar, ella no puede entender que yo me haya podido comportar de aquella manera, pero le ruego que me deje concluir, necesito confesar mi culpa. Noemí no puede culpar a su madre; yo soy el único culpable—. Cuando somos jóvenes y ambiciosos todo nos parece válido y creemos que las heridas se curan con facilidad. Yo sabía que tu madre sufriría por mi traición, pero supuse que pronto lo superaría. Tal vez encontrase otro joven y pronto se olvidaría de mí. Nunca pude imaginar que su amor por mí fuese tan profundo, y mi traición tan dolorosa. Tampoco sabía que estaba embarazada, porque después de abandonarla no tuve el suficiente valor como para interesarme por ella, y no la volví a ver.

Sé que Noemí debe sentirse defraudada con mi declaración de culpabilidad. Noto en su expresión el desconsuelo y la confusión. Es lamentable, pero sigo creyendo que la juventud cura pronto las heridas. Noemí debe curar también pronto esta herida. Solo se me ocurre en mi desesperación una remota justificación:

—La literatura nos unió y la misma literatura nos separó. Yo creía que mi carrera literaria estaba por encima de los sentimientos; como si hubiera nacido para cumplir una misión, y no podía anteponer nada, incluidas las personas y sus sentimientos, a esta ciega ambición. Mi único amor era la literatura, ¡no había lugar para nadie ni nada más! Cuando recibí tu primer mensaje comprendí mi error, y por qué mis novelas carecían de motivación y humanidad, porque no puede haber humanidad en una novela si no es inspirada por el amor a las personas, de donde surgen los personajes. Alicia me ha terminado de probar mi error: ella sí sabe qué es y para qué nos sirve la literatura. Ella no ha tenido la desdicha de encontrar un agente literario con habilidad para promocionar las obras de un autor; alguien que conoce los gustos de los lectores corrientes y sabe lo que les gusta leer. Una agente que se sirve de tu talento para sus propósitos comerciales. Que te convierte en el ídolo de la gente corriente y en el monstruo de ti mismo.

Mi agente ha reaccionado. Parece preguntarse si no estará haciendo él lo mismo conmigo. No quiero que se sienta también él culpable.

—No estaba pensando en tí —le digo—, cuando aceptaste representarme yo ya había adoptado el mal hábito y todas mis novelas adolecían de lo misma falta de motivación, pero tenían él éxito asegurado. Sólo empecé a inquietarme a partir de esta última novela, era el resultado de todos estos años negarme a mí mismo; el escritor que escribió «Poetas sin cielo», la única novela fruto de mi amor por una persona, y no del marketing y del mercado. Noemí me lo recordó cuando ya es demasiado tarde para redimir mi pecado. ¡No volveré a escribir porque no merezco ser amado ni yo puedo amar a nadie!

Alicia no admite mi renuncia. Protesta y quiere dar su opinión:

—¡No estoy de acuerdo; tu padre no es totalmente culpable! Quién tiene el coraje de reconocer su culpa merece el perdón; los más santos fueron los más pecadores. No es el santo quien necesita compasión, sino ¡el pecador! Noemí, tienes que perdonarle, no porque sea tu padre y aunque en el pasado se haya comportado como un canalla, sino un ser humano arrepentido que reconoce sus culpas, merece tu compasión y tu perdón. Perdonar es lo que nos hace seres humanos; el rencor nos vuelve bestias sin alma, solo con memoria.

Mi hija vuelve a estar al borde del llanto. Está sufriendo una gran presión emocional y ¡parece tan vulnerable! Me mira y noto en su mirada su deseo de perdonarme. Alicia toma una de sus manos y la pone sobre la mía. Su mano está ardiendo y tiembla. Ha sido el prodigio de una verdadera escritora quién ha hecho el milagro del perdón. Noemí se abraza a mí y llora en silencio. Creo escuchar como un susurro:

—¡Papá, te quiero!

Yo también tengo deseos de llorar. ¡Pero ahora tengo una hija que necesita un padre que sea fuerte!

Comentarios