7. Alucinaciones


Otra interminable noche en vela. Veo misteriosas sombras que se deslizan sigilosas en torno a mi cama. Sin duda que padezco alucinaciones. He tenido que ocultar todas las imágenes que decoraban esta habitación, porque al contemplarlas parecía como si se movieran y salieran de sus marcos. A veces contemplo mis manos y me parece que son de otra persona y no las mías. Cualquier pequeño objeto se convierte en un insecto que se arrastra por los estantes de mi librería, o por la mesa de mi estudio, incluso los veo moverse sobre la colcha de mi cama. Sé que son simples alucinaciones causadas por mi vista cansada y mi ánimo deprimido, pero me angustian. No puedo soportar este sufrimiento hasta el día de mi muerte. Tengo que hacer algo. Necesito su perdón. Tengo que encontrarla aunque tenga que ba jar a los mismísimos infiernos, de los que estoy ya a solo un paso.

¿Por qué no se ha puesto en contacto conmigo en todos estos años? Soy un personaje público. Ella ha debido de saber cómo ponerse en contacto conmigo. Una herida no puede estar abierta durante veinte años. Dicen que el tiempo todo lo cura, pero no dicen qué clase de heridas son las que cura. Hay algunas por las que, al parecer, no pasa el tiempo, y probablemente algunas de ella sean la deslealtad y la traición. Pero también puede estar ya casada y con familia, y ya no sienta ningún interés por mí. O, quién sabe, y me angustia el solo pensamiento, pero puede estar ya muerta.

Los fantasmas siguen rondando mi cama. Parece como si todos los espíritus se confabulasen contra mí para acabar con mi poco juicio que me queda, pero resistiré; no es un buen momento para la locura. He tomado de la estantería mi última novela y leo el pasaje en que la heroína descubre que su amante le engaña. Es una historia de amor corriente, y también en la vida real el engaño es corriente, y yo tengo vivencias personales como para escribir con realismo estas escenas.

Otro amanecer sin ninguna razón para el optimismo. He debido dormir dos o tres horas, pero me siento cansado y dolorido, porque las pocas horas que he conciliado el sueño han estado ocupadas por una horrible pesadilla. Afortunadamente solo puedo recordar los instantes finales. Yo estaba postrado en la cama de un hospital, pero la habitación estaba pintada de rojo y una enfermera sin rostro me inyectaba una dosis de morfina. Enfrente de mi lecho se podían ver escenas de un carnicero degollando cerdos. Los cerdos hablaban y preguntaban al carnicero: «¿Por qué yo?» Pero el carnicero no escuchaba sus lamentos y descargaba uno tras otro sus golpes mortales. Incomprensiblemente me llegaba el turno a mí, y volví a hacerle la misma angustiosa pregunta: «¿Por qué yo?» Con el mismo resultado.

Y el carnicero se preparaba para asentar su golpe mortal, cuando súbitamente se transformó en ella, sonriente, tal como la vi por última vez en el campus. Me acarició mi aturdida cabeza. Me contempló unos instantes, y apenas como un susurro, exclamó:




«Despliega sus alas el ángel de la muerte,

porque tiene un importante encargo de Lucifer.

Cuando estés suspendido por sus mortíferas garras,

no lloraré por ti sino por mí,

pues no podré acompañarte a los infiernos,

como era mi deseo.»




Y se desvaneció, transformándose en el carnicero, quién de nuevo se disponía a asentar su golpe mortal cuando afortunadamente una llamada de mi móvil me despertó de este horrible sueño. Es mi actual agente literario.

—Perdona que te llame a estas horas, pero quiero que sepas que lo siento; ¡lo siento de veras! —su ambiguo mensaje me causa una gran inquietud— ¡Siento lo de tu diagnóstico!

—¿Cómo sabes lo de mi diagnóstico?

—¡Alguien del hospital ha filtrado la noticia de tu enfermedad incurable y está circulando por todas las redes sociales! ¡No sabía que fuera tan grave! ¡Créeme que lo siento; no sé qué decir..! —mi agente se cree en la obligación de hacerse cargo de situación y comenta visiblemente afectado—: Si no te encuentras bien podemos cancelar la presentación.

Pero esto significaría incumplir el contrato con la editorial y nos traería muchos males de cabeza. Solo la muerte puede ser una justificación legal. No, tengo que hacer la presentación. Tarde o temprano sabrán mi estado de salud. Un escritor sin un contrato es libre de hacer lo que le venga en gana, porque no tiene nada publicado. En cambio un escritor con un contrato y que ha publicado tiene algo que justifica su esclavitud. Escribimos para tener un motivo para perder nuestra libertad. Así de paradójico es el mundo del escritor. Quedamos en desayunar juntos en un café cercano a mi apartamento.

Mi agente ha venido acompañado de una joven que me ha causado una gran impresión. Pero no por su belleza, sino por su aspecto y curioso atuendo. Viste una amplia cazadora de piel de un llamativo color escarlata, que contrasta con su cabello negro y lacio, recortado a la altura de su nuca, pálida como la nieve. Lleva unos ajustados leotardos, negros, y una falda también negra que le cubre una escasa parte de sus muslos. Pero lo más llamativo son sus enormes botas de estilo militar, que ata con cordones también de color rojo. En cuanto a su rostro, me parece vulgar, sin nada que destacar. Tengo la impresión de que con esa llamativa vestimenta pretende que no prestemos atención a su rostro, que ella misma debe ser consciente de su falta de atractivo o encanto. Sin embargo su mirada y sus gestos son sencillos y francos. Solo por su forma de saludar deduzco que es culta e inteligente.

La joven es la última representada de mi agente. Según él tiene talento. Ha querido que nos acompañase en nuestra entrevista porque necesita introducirse en el mundo de la literatura, y ha considerado que yo soy un buen comienzo. La joven parece algo intimidada por mi presencia. Ha derramado su café dos veces al agitarlo con demasiada energía. No se atreve a mirarme de frente, y no aparta su mirada de su agitada taza de café. Me pregunto qué estará pensando. Espera que yo le dirija la palabra y la verdad es que no sé de qué podemos hablar, que no sea sobre el tiempo.

Rompo el silencio comentando que está siendo un otoño muy húmedo. La joven asiente con un leve movimiento de cabeza, pero solo por cortesía. Mi trivial observación confunde a mi agente, que no quiere perder el tiempo con estas nimiedades. De un bolsillo de su chaqueta saca un recorte de periódico y me lo entrega. Es la última crítica publicada sobre mi novela. Le pido que me la resuma, para eso tengo un agente:

—Es buena —asegura, sin ocultar la satisfacción del hombre de negocios—, incluso sugiere que puede ser la novela del año.

No lo comento con mi agente, pero sospecho que este crítico debe cobrar un cheque cada mes de mi editorial, y no quiere enemistarse con ellos. Ya quedan pocos críticos honestos, o si lo son, ignoran los fundamentos de la literatura. Por el bien de este arte milenario hubiera preferido una mala crítica, como se merece esta novela. En otra ocasión me hubiera alegrado, pero ahora que debo rendir cuentas a mi conciencia de todos mis actos, me entristece, porque también ahora tiene sentido la sabia frase: «Ha llegado la hora de la verdad». Y la verdad es que es una mala novela.

La joven escritora me felicita y asegura que lo merezco, y parece esperar mi agradecimiento. Creo que está tratando de sugerir algún tema de conversación en el que ella pueda participar.

—Perdone que me entrometa —se decide por fin a intervenir—, pero a mí también me parece una buena novela.

Le pregunto qué le motiva esa opinión.

—Está bien escrita y los personajes están muy bien caracterizados —responde algo azorada, porque no esperaba mi pregunta—. Tiene descripciones muy bien dibujadas y los diálogos son muy naturales. Sí, creo que su última novela es muy buena.

Es evidente que esta jovencita pertenece a esta generación en que son raros los ideales, porque ha omitido lo fundamental: El argumento. Una poesía no necesita argumentos, le basta con las palabras, pero una novela no puede existir sin argumento. El argumento es lo que vincula la ficción con la realidad, y una buena novela debe ser testigo de la realidad de su tiempo a través del argumento; del compromiso del autor con su tiempo. Si no existe esta vinculación, no puede trascender de su inmediatez, y en lugar de una novela escribimos un panfleto de trescientas páginas, decorado con una sugestiva portada, y con un precio injustificado. No le expongo esta idea porque muy probablemente ella no se sienta comprometida con su época. Le pregunto qué opina del argumento y parece meditar la respuesta:

—Es un tema clásico —responde sin demasiada convicción—. La traición del ser a quién amamos. Es un buen argumento.

Pero es una descortesía que no muestre interés por su trabajo. También estoy interesado por su idea de la literatura. Le pregunto cuál es el género de la literatura que más le atrae, y sin apenas dejarme terminar la frase, responde:

—¡La novela, por supuesto!

Debe ser así, porque su rostro se ha transfigurado con el encanto que da el entusiasmo. Parece complacida por mi interés; es evidente que deseaba comunicarse conmigo, pero de escritor a escritora. Ya lo ha conseguido. Le pregunto cuál es la razón de su entusiasmo por la narrativa, y su respuesta no deja lugar a dudas:

—Solo con la novela se puede contar una historia compleja y que sea un mundo completo. El cuento es muy breve y el relato solo puede contar una parte de ese mundo.

Sin duda esta joven sabe lo que quiere. Ahora veremos si también sabe por qué lo quiere. Le pregunto por su motivación.

—¿Mi motivación? Nunca me he hecho esta pregunta. ¡Creo que nací ya motivada por el amor por la literatura! Tengo muchas razones para estar motivada —responde mostrando una súbita y asombrosa seguridad en sí misma—. Pero tal vez la principal es que a través de la literatura se pueden trasmitir muchos valores que pueden ayudar a que cada generación sea moralmente superior a la anterior.

Es una buena respuesta. Me he equivocado con esta joven y la he subestimado. Le hago la última pregunta: —¿Y qué es para ti la literatura?

—La literatura es un modo de contar historias que provoquen en el lector el sentimiento de la belleza del lenguaje, la creatividad de la imaginación y el entendimiento de la realidad en la que vienen o desean vivir. Cuando las palabras no impiden a la imaginación ver, escuchar o sentir lo que estás leyendo, porque todas están en perfecta harmonía, sin que sobre o falte alguna. Esa es mi opinión.

Su respuesta me ha impresionado, y felicito a mi agente por su acertada elección. La joven está fuera de lo común, pero eso no quiere decir que tenga el éxito que sin duda merece.

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