8. El paseo


Me despido de mi agente y de su joven acompañante, a quien le doy ánimos para continuar porque creo que tiene el talento necesario para el éxito, pero también le advierto del precio que deberá pagar por su pasión. Advertencia inútil, porque la pasión desborda todo intento de contención. Seguirá su camino sin tener en cuenta mis advertencias. Mi agente me pregunta qué pienso hacer hasta la hora de la presentación, y si me apetecería que almorzásemos también juntos. Tal vez esté pensando que no es un día para dejarme solo y necesite compañía. Le digo que había pensado dar un largo paseo por el parque, pero rechazo su invitación; nunca me han gustado los restaurantes. La joven también parece preocupada por mí estado de ánimo y me hace una tentadora oferta: Le gustaría acompañarme en mi paseo y después ir a su apartamento, donde cocinará para mí una de las especialidades de su región. Me parece un buen programa y acepto. Noto en su invitación el deseo de comunicarme sus inquietudes y enseñarme sus obras para conocer mi opinión, pero también un súbito afecto por mí, que debe tener una gran dosis de compasión.

Está nublado y a intervalos se abren claros por los que penetra la luz del sol, y todo el follaje se ilumina como si fuera un fresco pintado por algún genio de los que probablemente habiten en este parque. Mi joven acompañante parece sentirse feliz por haber aceptado su invitación, y camina a mi lado pero en silencio. Tengo la impresión de que ya ha conseguido su propósito y no cree necesario más argumentos o razones para convencerme. No hay duda de que me admira, lo que me hace sentir incómodo. Ninguna persona es más admirable que otra, lo que se admira son los resultados de su educación, intuición o creatividad, pero no el ser humano en sí. Puesto que todos merecemos el mismo respeto y consideración, no puede haber unos más admirables que otros.

Intento hacérselo ver con una comprometida pregunta personal:

—Me encantaría saber qué idea tienes formada sobre mí; y ¿por qué tenías interés en conocerme personalmente?

La pregunta la ha cogido desprevenida. Medita unos instantes su respuesta, perdiendo la mirada en un punto indefinido del frondoso paseo, esbozando una sonrisa que debe surgir de sus pensamientos. Se vuelve hacia mí, me clava literalmente con su mirada, y no duda en su sorprendente respuesta:

—¡Porque estoy enamorada de usted!

Ahora el sorprendido soy yo, pero los años me han hecho escéptico y limitar mi capacidad de sentir afecto por los demás. Pero hay otra razón para que rechace su sorprendente declaración: no tengo otra misión en lo que me resta de vida que encontrar a la mujer a quien debo lo que esta joven admira. Mientras no pague mi deuda mis sentimientos están bloqueados. Se lo hago saber de la manera menos dolorosa posible:

—A veces los escritores vivimos nuestras fantasías como si fueran realidad. Seguro que a quien amas es a algún personaje de tus novelas que se parece a mí.

Pero su respuesta me sorprende todavía más que la primera:

—Yo le he dicho que estoy enamorada de usted, pero no que usted esté enamorado de mí. No puede usted impedir que le ame, pero yo tampoco puedo impedir que usted no sienta ningún afecto por mí. Sé que no me encuentra atractiva, incluso puede que me considere fea, y no le guste mi manera de vestir. Yo elijo a quién amar, pero no pretendo que además sea mi amante. Me conformo con poder pasear a su lado, y si le apetece, probar mis guisos, ¡pero debe saber que le amo!

Es sublime su generosidad: entrega sus sentimientos a cambio de acompañar el vacilante paso de un moribundo, y tener un comensal en su mesa. Sin duda que esta joven poco agraciada tiene un corazón inmenso y puede permitirse derrochar sus afectos. No debo permitir este derroche, puede que más adelante los necesite para ella misma.

—Pero tú misma has sido testigo de que te has enamorado de un enfermo que pronto dejará este mundo!

—Lo sé, y siento una gran tristeza, pero usted también es escritor y hace que se amen personas que solo existen en su imaginación. ¿Por qué no puedo hacer yo lo mismo? Cuando llegue el lamentable día en que usted se haya ido, yo seguiré teniéndolo en mi imaginación, y seguiré amándole como le amo ahora.

Es inevitable que le haga esta crucial pregunta:

—Pero ¿qué puede tener de atractivo un curentón desahuciado que despierte en ti esa pasión?

—Son muy pocos los hombres que han sido capaces de penetrar en el alma de una mujer. Admiramos al hombre que tiene ideas brillantes, pero amamos al hombre no por su inteligencia sino por ser esencialmente un hombre, en cambio podemos caer perdidamente enamoradas de un gigoló, un mecánico de manos grasientas o un alcantarillero maloliente, ¡siempre que sean esencialmente hombres! Si además es inteligente y creativo, ¡entonces es irresistible!.

—¿Pertenezco yo a esa categoría?

No me responde, pero su sonrisa contesta a mi pregunta.

11.

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