3. La primera noche



Son las tres de la madrugada y no consigo conciliar el sueño. Solo oscuridad y nada más. Esas figuras que las luces de los automóviles proyectan sobre el techo es lo único que llama mi atención, lo demás parece haberse desvanecido. Todo a mi alrededor es silencio, oscuridad, nada. Quien haya creado esta absurda palabra pensaba en mí, yo le he dado su verdadero sentido; su auténtico significado; su opresivo vacío. A las cuatro de la madrugada seguiré pensando en lo mismo que pienso ahora, y las próximas horas, los próximos días hasta el día de mi muerte seguiré teniendo los mism3. La primera nocheos pensamientos: nada. Ya no me queda nada en qué pensar excepto en la nada, y, pensar en la nada es como no pensar.

Dejo la mente en blanco para intentar disuadir a mi cerebro para que no me reviva malos recuerdos, los buenos no los he olvidado. Pero de todo aquello ya no queda nada. Es la hora de mi propio juicio final. He sido ambicioso, egoísta y desleal. Si existe el infierno sin duda que me condenaré.

Tengo que reconocerlo, estos insistentes dolores, sumados a mis remordimientos, han mermado la creatividad de mi imaginación. Mi última novela es mediocre, incluso patética. Los personajes han nacido muertos y actúan como verdaderos zombis. Creo que he perdido la conexión con la realidad y vivo en un mundo paralelo. Veo el nuevo mundo pero no lo siento; lo escucho pero no lo entiendo, y ya no tengo a nadie a mi alrededor para comentar esta faena del tiempo; un confidente al que se le puedan contar un cúmulo de desdichas sin que te rechace, te ignore, o te olvide. He traspasado de una a otra dimensión sin apenas darme cuenta, entretenido con mis sueños de grandeza, con el convencimiento de que pondría el mundo a mis pies y ahora yo soy su felpudo.

He traicionado a la única mujer que he amado. He despreciado a mis amigos, y admirado a mis enemigos, porque prefería el estímulo de la victoria después de una enconada guerra contra mis enemigos a la estéril paz de los amigos. Y ahora no tengo amigos ni enemigos. A unos los he humillado, y los otros me han ignorado y rechazado mi enemistad, así que no queda nada, ni de unos ni de otros.

Estoy postrado sobre la cama intentando olvidar que tengo un cuerpo corrompido, que amenaza con destruir también mi alma y mi mente. Esta noche las esporádicas luces de los automóviles que cruzan por el techo me parecen almas en pena que me advierten que muy pronto seré una de ellas y cruzaré los techos de otros condenados; que ni el cielo ni el infierno existen, solo la insoportable nada.

4. El primer amanecer

Por fin amanece. He dormido dos o tres reparadoras horas. Es un alivio dormir; poder tener la oportunidad de encontrarte con las personas más queridas, pero no las reales, sino las que tu estado de ánimo necesita, y que durante la vigilia duermen en tu imaginación. Solo en sueños las cosas suceden como deseamos que sucedan; sin los sueños el alma no tendría donde refugiarse; donde anidar y entonar su canto, estaría presa de la cruda y severa realidad. No sé quién nos dio la facultad de soñar, pero debió ser alguien muy comprensivo y buen conocedor de las debilidades del ser humano. Tal vez fuera el Dios del que hablan las religiones, pero yo no puedo aceptarlo, porque simplemente no creo en nada. Incluso he dejado de creer en mí mismo. Quien vive sumido en la nada no puede creer en nada.

Pero está amaneciendo y es mi hora para el optimismo; el momento más esperado, porque la luz debe ser la causa de todo lo creado, mientras que las tinieblas son las encargadas de destruirlo, de sumir lo creado en un abismo sin retorno, el mismo que nos debe esperar tras la muerte. He pensado mucho en la muerte, especialmente en mi muerte; en mi irreversible y temprana muerte. Me gustaría creer en la transmigración, porque la vida no se destruye, solo se transforma. Sería un consuelo poder creer que instantes después de mi último suspiro ser parte de una nueva vida, en algún lugar de la Tierra o del Universo. Al fin y al cabo de él venimos y a él volveremos.

Pero mi habitación se ha inundado de luz y ahora veo las cosas como son y no como las sueño. Veo en la estantería minuciosamente ordenados por grosor, color y altura mis novelas, en las que gastado, o tal vez desgastado, toda mi vida, y algunas fotos de tiempos remotos e irrecuperable. Las mejores novelas las escribí cuando mi mente y mi imaginación tenían alas, porque eran jóvenes y libres, y se entendían mutuamente: lo que la imaginación creaba mi disciplinada mente lo escribía. La mayoría de mis novelas han sido un rotundo éxito, pero la última estaba contaminada de mi enfermedad. En mi mesa de escritorio, junto al ventanal por donde contemplo la parte de mundo que me corresponde, veo que permanece inactivo y silencioso el ordenador que en días mejores me provocaba constantemente, sin apenas dejarme respiro, ni tiempo para el descanso. Solo se escuchaba el excitante y rápido sonido de las teclas describiendo sobre la pantalla iluminada las imágenes que brotaban como un manantial de agua fresca de mi exuberante imaginación. Entonces esta máquina era una extensión de mi mente y de mi espíritu, ahora es un vulgar ordenador, como hay miles, sin alma y sin actividad, porque ya no tengo nada que contar.

El teclado me parecían un universo, con el que se podían expresar hasta los más recónditos pensamientos filosóficos, escribir los más apasionados diálogos, o describir los más bellos escenarios. Todo estaba allí, a la vista, solo había que elegir las letras adecuadas, en la forma más acertada y con el ritmo también adecuado. Esa era otra vida. Cada personaje que salía de ese ahora inerte teclado trastocaba completamente la realidad: ellos eran los reales, lo demás era un sueño. Los sentía tan vivos que muchas veces los invocaba convencido de que aparecerían en mi habitación, y discutiríamos sobre su futuro como personaje de la novela. Siempre tuve la sensación de que no estaban conformes con su papel, porque yo nunca llegué a conocerlos como realmente eran, a pesar de que yo mismo los había creado. Pero eso fue antes del diagnóstico; antes de que mi caminar se hiciera torpe y descompasado; mucho antes de que los primeros síntomas de mi enfermedad me hicieran perder el sentido por causa de un intenso dolor surgido de alguna parte imprecisa del interior de mi cuerpo. Pero yo presentí mi enfermedad mucho años antes. Posiblemente tuve el presentimiento ya desde mi nacimiento, por eso viví con urgencia, escribí con urgencia y también envejecí con la misma urgencia. Ahora ya puedo descansar y tranquilizarme, ya no hay razón para la urgencia.

5.

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