5. Recuerdos


A veces me pregunto qué hubiera sido de mí si no hubiera ganado aquel inesperado premio. Posiblemente estaría casado, tendría dos o tres hijos, un abdomen más prominente y podría haber encontrado un buen empleo en una compañía de seguros, donde ya habría ascendido a subdirector. Viviríamos en una bonita casa con suficientes habitaciones para todos, situada en un tranquilo suburbio residencial. Tendríamos dos perros, un histérico Yorkshire de mi mujer y otro de una raza más grande, además de un gato siamés. Dos de mis hijos irían ya a la Universidad. El mayor estudiaría Derecho, y tendría ya asegurado un empleo en mi empresa, y mi hija mediana estudiaría periodismo, porque creería tener vocación de escritora, y ya habría publicado en la red un libro de tema romántico.

La pequeña, porque muy probablemente tendríamos dos hembras, estaría todavía en el Instituto y llevaría una prótesis dental para corregir la desviación de su dentadura. Mi mujer sería presidenta de alguna asociación cultural, y cada primer sábado de mes nuestro amplio salón se convertiría en una sala de reuniones, donde una docena de activas madres de familia, y algún viudo jubilado, discutirían los detalles de un ambicioso programa cultural. Tendríamos una buena relación con nuestros vecinos. Él podría ser un alto ejecutivo de una multinacional de alimentos para mascotas, y ella regentaría una pequeña boutique de ropa exclusiva, dentro de nuestra zona residencial, que con toda probabilidad sería un negocio ruinoso.

Cada verano mi mujer, yo y nuestra hija pequeña pasaríamos dos semanas en una popular localidad de la costa, donde tendríamos reservado cada año un apartamento en el piso 15 de un edificio en la tercera línea de mar, mientras nuestros hijos mayores aprovecharían el verano para seguir cursos intensivos de inglés en Londres o en Nueva York.

¿Es eso lo que me he perdido? No; es una suposición demasiado convencional que yo nunca hubiera aceptado. Pero no quiero pensar en lo que hubiera podido ser mi vida con aquella mujer como si se tratara del argumento de una de mis novelas. Ella es una persona y no debo confundirla con un personaje; nuestra relación no fue una novela. A veces no sé distinguir el sueño de la realidad, porque los recuerdos con el tiempo se vuelven sueños, y los sueños con el tiempo se hacen realidad.

Todo hubiera podido ser distinto si yo no hubiera sido tan ciego y ambicioso y no hubiera caído en los brazos de mi agente literaria. Pero pronto su avidez por sentirse joven y atractiva no encontraba ya en mí el estímulo suficiente, y se buscó un nuevo amante, otro joven escritor ambicioso.

No sentí en absoluto su traición, más bien supuso una liberación, porque yo también necesitaba nuevos estímulos para proseguir la meteórica ascensión de mi popularidad. Entonces intenté recuperar mi primer amor, pero perdí su rastro, daba la impresión de que había emigrado a otro planeta o se la había tragado la tierra, porque se había ausentado de todos los medios que pudieran identificar su paradero. Desalentado por la inútil búsqueda, intenté buscar consuelo en alguna de mis jóvenes admiradoras. No me fue difícil seducirlas, incluso podía elegir entre las muchas jovencitas que me idolatraban. No la elegí por su inteligencia sino por su cuerpo, porque mi capacidad para amar había quedado anulada por mi traición. Por desgracia, a pesar de su atractivo, mi constante remordimiento me hacía impotente e insensible, por lo que mi relación con mis jóvenes amantes era breve y frustrante.

Mis remordimientos me llevaron a aceptar la soledad y me entregué en cuerpo y alma a mi trabajo. Pero cambió radicalmente la temática de mis novelas, los anteriores argumentos tenían siempre un final feliz, los nuevos se tornaron desdichados, negativos y con finales trágicos, en los que invariablemente moría el protagonista de la historia. Pero lejos de decaer mi popularidad siguió creciendo, porque en nuestra época apenas se conocen relaciones con un final feliz, y mis lectores se identificaban mejor con el nuevo giro dramático de mis trágicos argumentos.

7. Ella

Sí, a pesar de todos estos años, todavía guardo viva su imagen, porque ella ha sido la que ha inspirado mis más entrañables personajes femeninos. La he descrito tantas veces que no podría olvidarla aunque me lo propusiera. Y si mi memoria me jugara una mala pasada y borrase su imagen, solo tengo que leer una y otra vez las novelas donde ella está presente para volver a recuperarla intacta, tal como la he tenido guardada estos últimos veinte años. Pero los años pasan y dejan su horrible huella. Puede que si me cruzase con ella en la calle no la reconocería. ¿Qué estragos habrá hecho el tiempo en su rostro aniñado y en sus mejillas sonrosadas? ¿Cómo serán aquellos labios carnosos e irresistibles? ¿Y de qué color serán sus rubios cabellos rizados, siempre alborotados, que se enredaban entre mis dedos? ¿Y sus senos, menudos pero sensuales? Lo que no ha debido cambiar es su mirada sincera y tierna, ni el color azul de sus ojos. ¡Cuánto la he añorado en mis largas noches de insomnio dando vida a personajes con sus cualidades! ¡Cuánto hubiera dado por sentir sus manos en mis hombros doloridos por aquellas interminables horas intentando recrear el mundo con las fantasías de mi agotada imaginación! ¡Y cuántas mañanas he amanecido abrazado a la almohada, despertando de un sueño en que yo la tomaba entre mis brazos, y tumbados sobre un oloroso césped recién cortado, contemplábamos un cielo azul impoluto, que nuestros ojos apenas podían contemplar una ínfima parte de su inmensidad.

La conocí en la cantina de la facultad un día de principios de la primavera de 1997, el año que Darío Fo ganó el premio Nobel de literatura, y que secretamente yo aspiraba a ganar algún día. Ella estaba delante de mí en la fila de la cafetería y pretendía coger su taza de café y un enorme pastel de nata y fresas con una sola mano, porque la otra sujetaba varios libros de poesía. Yo me ofrecí a sujetarle los libros, pero lo rechazó. Finalmente, y como era de temer, la taza de café, el pastel y sus preciados libros rodaron por el suelo. Entonces sí aceptó mi ayuda. Mientras ella limpiaba los trozos de tarta que habían embadurnado los libros, yo conseguí una nueva taza de café y la última porción de tarta que quedaba. Pero quiso el destino que aquella mañana de principios de la primavera ella se quedase sin su café y su deliciosa tarta de nata y fresas, porque tropecé con una silla descolocada y, una vez más, café y pastel fueron a parar al suelo. Aquella coincidencia en nuestra torpeza lo interpretamos como una señal del destino, de que estábamos hechos el uno para el otro.

Los días y meses que siguieron a nuestro accidentado encuentro fueron simplemente gloriosos. Nos descubrimos nuestras respectivas vocaciones y ambiciones, y acordamos, sellado con un beso, recorrer juntos el camino hacia la gloria, que nuestro optimismo juvenil daba por conquistada. Solíamos sentarnos sobre el mullido césped de nuestro campus y nos intercambiábamos cuartillas con nuestros respectivas creaciones. Yo leía y valoraba sus poesías y ella leía mis narraciones y las comentábamos en acaloradas discusiones literarias. Todavía hoy recuerdo uno de sus poemas, dedicado a mí, naturalmente:




Si tu corazón fuera espuma, yo sería océano;

Si tu alma fuera cielo, yo sería nube;

Si tu mirada fuera lluvia, yo sería campo;

Si tus manos fueran agua, yo sería sed.




Acudíamos a todos los actos culturales relacionados con la literatura, y éramos considerados «Les enfants terribles» de las presentaciones de libros, por nuestras exhaustivas preguntas. Creo que los autores nos temían. No nos perdíamos ninguna película biográficas de escritores. Hacíamos planes para el futuro, para cuando fuéramos ricos y famosos. Acordamos que pasaríamos medio año en París y el otro medio en Mallorca, en una pequeña casa sobre algún acantilado y que desde la ventana del dormitorio se pudiera contemplar el amanecer en el mar Mediterráneo. Incluso habíamos decidido tener nuestro primer hijo cuando yo cumpliese 30 años, y tener tiempo suficiente para consolidar nuestras respectivas carreras literarias.

Todas esas maravillosas fantasías sucedían antes de que yo ganara aquel maldito premio. Ahora me doy cuenta de que estaba seguro de cómo sería mi brillante porvenir con toda clase de detalles, pero no estaba seguro de cómo era yo, y apenas soporté la primera prueba que el destino puso en mi camino.

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