9. El almuerzo


El apartamento de mi joven enamorada es un museo de nostalgias, porque está lleno de objetos que le recuerdan su lugar de origen, y que debe añorar profundamente. Es una sola habitación donde reina un cierto caos.

Su mesa de escritorio está junto a la única ventana de la estancia, y está repleta de cuartillas con textos impresos, que deben ser sus escritos, por donde aparece su portátil. Sobre la impresora hay un pequeño oso panda de peluche, y en la repisa de la ventana, ordenados en fila, hay una verdadera colección de objetos variados, posiblemente regalos o recuerdos de viajes. Su cama es un amplio sofá convertible, porque no hay espacio suficiente para una cama normal.

En el lado opuesto a la ventana hay un espacio separado por una amplia cortina que debe ser su cocina. Y junto a ella una mesa en la que no caben más de dos cubiertos, siempre que se retire el enorme ramo de flores que empiezan a marchitarse.

También la mesa está ocupada por restos de una comida anterior, como platos sin fregar, vasos medio llenos o restos de pan. Es evidente que no esperaba visitas, por eso se apresura a justificar aquel desorden:

—Perdone este desorden, pero no esperaba visitas, lo ordeno en un momento.

A pesar del desorden el conjunto es íntimo y acogedor. Preferiría que no lo ordenara.

—¿Quiere leer alguno de mis escritos mientras preparo el almuerzo?

Le ruego que no me trate de usted, porque ya nos hemos hecho suficientes confidencias como para tutearnos.

—Los leeré con sumo interés.

Intenta poner orden en las cuartillas desparramadas sobre su escritorio hasta reunir una veintena de páginas.

—Son las primeras páginas de mi nueva novela —me dice con cierto embarazo—, es la historia de amor entre una joven bailarina y su coreógrafo... que está inspirado en usted.

Insiste en no tutearme. Supongo que su amor por mí incluye este distante tratamiento. Si me tutease, se perdería parte de su encanto. Tengo que aceptarlo.

Me gusta su estilo. Me llama especialmente la atención este pasaje:

«Una bailarina con talento entiende el lenguaje de la música y lo traduce en los armoniosos movimientos de su ágil cuerpo. Tú ya no necesitas un coreógrafo, sino ¡un amante que interprete la música que mueva tu cuerpo!»

La comida ha sido deliciosa y para ella, además, motivo de añoranzas. Todavía me quedan unas horas para la presentación. Ella me sugiere que duerma un poco para estar más despejado. Acepto la idea. Desplegamos la cama y me recuesto. Ella me cubre con una ligera manta, cierra la persiana de la ventana y se encierra en su minúscula cocina para lavar los platos y el resto del servicio. Escucho el trajín de la cocina ya casi en sueños, y me trae el recuerdo de imágenes de otros tiempos, en que ella también cocinaba para mí.

Me despierta el sonido de un llanto. Es la joven que está llorando. Está recostada junto a mí, y se apresura a secar sus lágrimas cuando nota que despierto.

—¿Te sucede algo, Alicia?

Le pregunto alarmado. Pero su respuesta me desconcierta:

—Discúlpeme, soy una tonta; lloraba de felicidad, por tenerle junto a mí, en mi propia cama!

Nunca pude imaginar que esa joven poco agraciada y con una vestimenta llamativa fuera un ser humano tan excepcional. Sin duda que las apariencias engañan. Siento necesidad de saber más sobre ella. Dejo que se aproxime a mí, porque siento por ella un afecto más paternal que apasionado. Le ruego que me cuente algo sobre ella. Se aproxima más a mí. Creo que desea que la estreche entre mis brazos. No puedo desairarla y hago sus deseos. Me sonríe agradecida.

—¡Solo soy una chica de provincias, fea y torpe —intento protestar, pero me interrumpe—. No; es verdad, soy fea, por eso me visto con ropa llamativa, aunque no sirve de mucho. A los chicos no les gustaba, aunque más de uno intentara violarme. He crecido sin el menor afecto y pronto no me quedó otra alternativa para mitigar mi soledad que inventarme amantes y amigos. Sentía verdadera repugnancia por los chicos de mi edad, violentos y groseros. Me enamoré por primera vez de un hombre maduro y casado. Me trataba con delicadeza y, aunque yo se lo hubiera permitido, nunca me pidió hacer el amor. Es mi destino, él tampoco estaba enamorado de mí, creo que sentía lástima.

No tuve otra opción que salir de mi ciudad, y me vine aquí. La literatura fue mi única amiga. Mis novelas mi único consuelo. Conseguí interesar a un modesto editor para que publicase una de mis novelas, aunque tuve que pagar la edición de mi bolsillo. De eso hace casi dos años. Envié el manuscrito a varias editoriales, pero en todas me lo rechazaron. Alguien me aconsejo que buscara un agente literario, y encontré su agente en Internet. Le envié un ejemplar de mi novela, y el resto ya lo conoce.

Permanezco en silencio porque me ha impresionado su relato, ¡tan distinto del mío! Yo he traicionado a los que me amaban; ella ha sido fiel a los que no la amaban. Su historia me hace sentirme todavía más culpable. Pero ha omitido algo y ya no puedo aceptar que no estoy interesado:

—¡Pero en tu relato falto yo!

—¡Sí, claro; falta usted! Le conocí durante la presentación de su anterior novela. Yo estaba sentada en la última fila. Entonces tenía el aspecto de una joven normal, y usted se acercó a mí en varias ocasiones, pero debía ser invisible, porque no me dirigió ni una simple mirada y yo no me atreví a llamar su atención. Siempre he sido algo tímida e introvertida, pero aquel día estaba fuera de este mundo. Al verle en la tribuna, con la camisa desabrochada, con su gesto burlón y provocador, tan seguro de sí mismo, algo se agitó en todo mi cuerpo, y enseguida comprendí que me había enamorado de usted, pero del hombre, todavía no conocía al escritor —permanece unos instantes en silencio, como reviviendo aquel momento en su imaginación, porque siento como si su cuerpo se agitara; sonríe como si ahora le pareciera gracioso su súbita pasión por mí—. Cuando salí de su presentación no sé cuánto tiempo estuve andando sin rumbo fijo, tratando de contener el llanto. Me había enamorado del hombre más admirado del mundo de la literatura. Aún me duelen los aplausos a su brillante intervención. Cuando finalizó y bajó de lo que para mí ya era un trono, pues usted ya era mi rey, todas las mujeres jóvenes de la sala le rodearon porque querían tocar a su ídolo. Todas eran hermosas y vestían ropa de marca. Yo era una chica de provincias, fea, tímida y torpe, y vestía ropa pasada de moda. Aquella noche la pasé en vela, sin parar de llorar. Cuando una mujer se enamora, el amante forma parte de su carne y de su alma, y su ausencia duele como si te arrancaran ambas cosas. Creemos que no podremos sobrevivir a estas terribles heridas —hace una nueva pausa, pero ahora parece estar reviviendo aquellos amargos momentos. Inesperadamente toma una de mis manos y la acaricia. Eso la reconforta y prosigue su relato—. Pasé unos días angustiosos, pero finalmente me resigné e intenté echar tierra al fuego que me abrasaba, pero no dejé de amarle, solo adormecer su memoria. Pero me propuse estar algún día a su mismo nivel, para que se fijara en mí. Cambié mi vestuario y escribía frenéticamente una novela tras otra en las que de alguna manera usted era siempre el protagonista —cambia una significativa mirada conmigo y prosigue—. ¡No se puede imaginar la alegría que me invadió cuando vi su fotografía en el despacho del agente que había aceptado representarme!

—¡Sí, puedo imaginármelo! —la interrumpo.

—Y ahora está usted aquí, en mi propia cama, y me estrecha entre sus brazos. ¿no tengo motivos para llorar de felicidad?

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